Está atardeciendo cuando Gabriela regresa a su departamento, por primera vez desde el accidente. Entra cojeando al living y trae en su mano unas bolsas de supermercado. Cierra con llave. Deja las bolsas sobre el sillón, frente al televisor, y se dirige hacia la habitación. Corre las cortinas, para que entre el sol. Se quita el abrigo y el revolver de la cintura, arrojándolos sobre la cama. Sale de la habitación, toma las bolsas y pasa a la cocina. Ahí, saca de entre las compras una botella de vodka y dos de whisky. Toma un vaso y regresa a la habitación, sentándose en un extremo de la cama. Destapa una botella y se sirve. Comienza a beber con la vista extraviada, mirando los techos por la ventana.
Han pasado las horas y Gabriela no se ha movido. Continúa embriagándose en su habitación, mirando el cielo nocturno por la ventana. Sobre la cama, una botella de whisky sin abrir y en el suelo, entre sus pies, dos botellas vacìas y un cenicero repleto de colillas. El cuarto está a oscuras. Pita el cigarrillo y la brasa se pone incandescente por un momento. Tiene los ojos colorados por el llanto y el humo del tabaco. Intenta beber, pero el vaso está vacío. Tantea a sus espaldas, buscando la botella de whisky ,y encuentra su arma. La toma y se la queda mirando. La amartilla. Sin titubear, se lo lleva a la boca y con un grito ahogado, aprieta el gatillo. La bala no se dispara. Rompe a llorar. Arroja lejos el revolver, con furia, impactando en el espejo. Se hace añicos, con estruendo. Se deja caer en la cama, aullando de la desesperación.
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