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lunes, 2 de diciembre de 2013

"Doña Margarita" Cuento.

 Doña Margarita sale a barrer bien temprano, cuando el día recién está clareando. En invierno se abriga bien, no sea que el médico tenga que llamarle de nuevo la atención, y pasa la escoba con la misma calma que lo hace en verano, cuando los gorriones cantan alegres después de haberse bañado. Ella sabe que ya no es una niña, se toma la vida con tranquilidad. Tiene un horario para barrer, uno para desayunar, uno para almorzar y también para disfrutar de su novela favorita. Pero, si por alguna razón, se retrasa en el supermercado o en el banco, cuando va a cobrar su jubilación, no se altera en lo absoluto, se dice a sí misma que es una tontería depender del reloj a esta edad. Sus ochenta y uno, muy bien llevados, no le impiden valerse por sí misma, mantener la casa y atender a sus nietos cuando vienen de visita. Siempre llevó una vida sana y su salud fue de hierro, solo que a los achaques de la edad, no puede dejar de ignorarlos.
Hace cincuenta años que barre la misma vereda, se conoce cada grieta y cuales son los rincones dónde la tierra se torna más reacia a abandonarla. Se casó a los quince años, vivió en una casa alquilada con su marido hasta que con el trabajo de ambos y levantando la cosecha a mano (como a veces les cuenta a sus nietos) lograron comprar la casa que hoy habita. Por desgracia, su esposo falleció joven, a los cincuenta y ocho, y hay noches en que lo extraña y sonríe, acordándose de sus payasadas.
  Doña Margarita sale a barrer bien temprano, sea la estación del año que sea, y observa la calle vacía. Hace un rato que paró de llover y el viento y el agua le han llenado de hojas la vereda. No se trata mucho con los vecinos, gente joven en su mayoría, y se lamenta que sus amigas de siempre ya no estén. Solo le queda Sofía, que vive a la vuelta de la esquina, y aunque es unos años menor que ella, se hicieron amigas al llegar al barrio. Es que con la gente mayor, Doña margarita, puede charlar a gusto. Los jóvenes la alteran, hablándoles de problemas, de las corridas al banco, de que no saben si van a poder conservar el auto y de sus hijos malcriados. Sí, eso de malcriados es innegable, piensa, pero habría que preguntarse quién los malcrío. No siempre la culpa es del chancho, como dice el refrán, sino del que le da de comer.
  Sofía es viuda como ella pero vive con su hija menor, Carolina, que se separó hace unos años ,o el marido la abandonó, y no le quedó otra opción que volver a la casita de los viejos. Estas chicas, decía Sofía, si pensaran mejor las cosas...Las chicas no usan la cabeza, la consuela Doña margarita, piensan con otra cosa, dice y se sonroja un poco. Es que solo con Sofía se permite semejante desliz, ella es de su entera confianza y la considera casi una hermana menor. Doña Margarita viene  de una familia numerosa, nueve hermanos entra varones y mujeres. Gente de campo, chicos fuertes y trabajadores, excepto el menor de ellos, que había salido medio torcido, asiduo bebedor y jugador compulsivo. Doña margarita siempre le perdonó todo y lo recuerda con cariño, porque los recuerdos que perduran son siempre los mejores.
   Sofía le recuerda mucho a una de sus hermanas, será por eso que entablaron un entrañable vínculo. Además de sus facciones y sus modos, Sofía se parece a su hermana en lo chismosa. Le gusta llevar y traer rumores y chimentos, que el barrio se encarga de alimentar día a día, echando cada uno, su parte en el caldero. Doña margarita sabe que a las diez y media llega Sofía, cargada de novedades. Es que, a pesar de levantarse bastante tarde, hace las compras antes de venir a su casa, cargados los bolsos de mercaderías y de habladurías. Doña margarita pone la pava y prepara el mate, saca un plato que deja sobre la mesa, para que Sofía ponga las facturas que compró en la panadería. Apaga la radio y aguarda escuchar la puerta del frente y el llamado de Sofía, que grita como todas las mañanas: ¡Marga! ¿Ya estás levantada? ¡ Soy yo, Sofía! Se saludan con un beso en la mejilla y luego de los obligados comentarios sobre el tiempo (si hace calor, si hace frío, o si está por llover o no llueve hace tanto tiempo) se sientan a la mesa cuando la pava ya avisa que el agua está a punto. Mientras la retira del fuego, escucha a Sofía que abre la bolsita de papel de la panadería y saca las facturas que deposita en el plato sobre la mesa, chupándose los dedos pringosos de dulce.
  -Te traje de las que te gustan- avisa, mientras engulle la primera, mordiendo la masa y llenándose de migas hasta el escote. Desde ese mismo instante, Sofía hablará con la boca llena hasta que el plato esté vacío, devorándose cinco de la media docena de masitas.
    Doña margarita le perdona todo, si la quiere casi como a una hermana. Le ceba unos mates con cáscara de naranja o con una cucharadita de café, que son los que tanto le gustan, esperando a que Sofía empiece con las noticias más jugosas del barrio.
   -¿Sabes quién está hecho una furia?
   Doña Margarita niega con la cabeza, intuyendo que de inmediato va a enterarse.
   -Tu vecino, el Cachito.
   -¿El carnicero? ¿Qué le pasó?
   -¿Viste el toldo que puso la semana pasada?
   Doña Margarita lo había visto, es más, lo veía todas las mañanas cuando salía a barrer su vereda. Un toldo bajo, en forma de alero y de color anaranjado, atornillado sobre la vidriera de la carnicería.
    -Parece que hay gente que no lo quiere mucho, al Cachito. Hoy, cuando abrió, se desayunó con que le hicieron dos tajos largos a la lona. ¡No te imaginas cómo está! ¡Se quiere comer a medio mundo!
     La carnicería estaba sobre la misma vereda de Doña Margarita, tres casas más allá, antes de llegar a la esquina, junto a la panadería. Hacía poco que estaba funcionando. El Cacho, como todos lo conocían en el barrio, había comprado el local desocupado e instalado su comercio. Era un hombre hosco, bruto y de mal genio. Su esposa y su hija, que le ayudaban en la caja y en algún corte, eran todo lo contrario. Dulces, amables y condescendientes. Creaban un equilibrio que permitía al negocio seguir funcionando. El Cacho, por su cuenta, hubiera durado poco. Abrían a las ocho, como casi todos los comercios del barrio y Doña Margarita los trataba muy poco, solo por casualidad. Si era por lo que ella comía de carne, ya se habrían fundido hacía rato. Su dieta había cambiado hacía mucho. Comía liviano, verduras hervidas, huevos, tostadas y algún pollo que ponía en la olla cuando su hijo o su nuera le traían del campo. Doña Margarita trataba poco con la gente del barrio, pero a través de Sofía, se enteraba de todo sin necesidad de estar chusmeando en la puerta.
   -No se sabe quién pudo ser, pero el Cacho ya tiene entre ojos a unos cuantos. ¡Agárrate que se va a poner bravo el barrio, Marga! ¡Cuando el Cacho se enoja, es jodido!
   A Doña Margarita poco le importaba el carácter del carnicero, ni un toldo mugroso que se podía remendar, ella añoraba los años de calma, cuando aún vivían sus antiguos vecinos y las calles eran de tierra, dónde los chicos eran educados, las personas se saludaban con cortesía y podía pasear del brazo de su marido.
   -Gracias, Marga. Me voy a preparar la comida que ya debe estar por llegar Carolina con los chicos. ¡Uy, pero si ya son las once y cuarto! ¡Se me pasó la mañana volando! ¡Chau, me voy corriendo!.
    Doña Margarita se toma el último mate, mientras escucha como la puerta se cierra. Va pensando en qué almorzar, quizás una calabacita o unos zapallitos. Con seguridad, por la tarde, vienen sus nietos a visitarla.

     Doña Margarita sale a barrer bien temprano, cuando el día recién está clareando. Cuando culmina su tarea, toma su bolso de mimbre y camina hacía la panadería de la esquina, que está junto a la carnicería. El panadero la atiende por la puerta del costado, ya que el negocio abre más tarde, y como todos los días le vende dos pancitos calientes y dos bizcochos recién sacados del horno.
   -Pero, Doña Margarita, tan temprano anda usted por la calle y con este frío - le dice cuando es invierno.
   Doña margarita sigue su ritual diario, haga frío, calor o llueva. Regresa a su casa y se toma un té caliente con bizcochos. Verduras no le faltan, ni huevos, ni pollo. Cuando su hijo viene del campo, le suministra comestibles día por medio. Cualquier otra cosa se la encarga a Sofía, que le encanta vagar de acá para allá, como si el techo de su casa se estuviera por caer.
   Pasó una semana y las novedades que le transmite su amiga, entre gestos y exageraciones, con cada vez más alarmantes. Parece que el carnicero, entre acusaciones y gritos, se había despachado contra quienes él consideraba autores del hecho. Hasta llegó a las manos con un carnicero de la otra cuadra, propinándole una brutal paliza.
   ¿Adonde vamos a llegar?- se pregunta Doña Margarita. viendo en lo que se a convertido el barrio,
    A pesar de los golpes e insultos, de perder a varios clientes ante la mirada estupefacta de su mujer y de su hija, al carnicero no le quedó otra, más que emparchar el horroroso toldo anaranjado, en forma de alero.
     Doña Margarita se entera de todo por boca de Sofía, que no ha dejado de acompañarla todas las mañanas a las diez y media en punto, luego de hacer sus compras diarias.
      A ella poco le importa el carácter del carnicero, ni la identidad del autor del hecho, sigue levantándose temprano a barrer, excepto hoy, que llueve. Entonces, toma su canasto de mimbre y su paraguas negro, y camina hasta la panadería, que queda en la esquina. La calle está vacía a esa hora y el panadero la atiende por la puerta del costado, diciéndole con voz paternal: -Pero,Doña Margarita, tan temprano anda usted por la calle y con este tiempo...
      Doña Margarita no se detiene porque esté lloviendo. Le paga con las monedas justas y emprende el regreso a su casa, pasando frente a la carnicería, y haciendo un tajo en la lona del toldo con la punta de su paraguas, de la misma longitud, que el que hizo de camino a la panadería.
                                                                                                              Javier Cárdenas.

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