
-Ahí viene el viejo, otra vez.
-Sí, es perseverante.
La figura avanzaba con lentitud,
perpetuándose en la distancia eterna de los días comunes, del vapor que emanaba
de la tierra reseca, del viento que lamía el polvo como un ciclo interminable.
El levantador de quiniela miró a la
mujer, frente a él, aguardando. Ella, sin percatarse de ello, observaba a lo
lejos, por sobre su cabeza.
Las copas de los árboles de la
vereda, se henchían del aire tórrido del valle muerto. Los cerros, cercanos a
simple vista, pero en realidad distantes, amedrentaban al pequeño pueblo
cordillerano. En el fondo de la casa, las gallinas batían alas, haciendo
bullicio y disputándose un gusano famélico.
La tierra, que se arremolinaba, desdibujaba al viejo.
Encorvado, empujando la carretilla rebosante de
estiércol.
El morocho escupió en la zanja y
Beatriz lo miró asqueada, inmóvil sobre el tablón que unía la calle con la
vereda.
-Ahí viene el viejo, otra vez- notó
ella.
-Sí, es perseverante- reconoció él.
-Me parece que hoy, sale el ochenta
y uno.
Beatriz, paseó la mirada alrededor,
tratando de ver más allá de las casas de techos pálidos, de la nube de polvo y
del levantador de quiniela que la observaba, aguardando a que le dictara el
número.
-Usted, ¿no lo huele? Hace años que
no se sentía, en el aire, este olor a flores.
Volvió a centrar su atención en el
hombre de la bicicleta, que olisqueaba el viento, intentando captar alguna
fragancia.
-La verdad, que no. Pero, puede
venir del otro lado de los cerros, dónde hay un manantial. Acá, rara vez crece
una flor.
Ella, impaciente porque se marchara
con su vaho a colonia barata y cigarrillos, le dictó la cifra, que el morocho
apuntó en su libreta.
-Juégueme el novecientos ochenta y
uno, como usted ya sabe, pero pase a cobrar más tarde, que mi marido no me dejó
plata.
-Bué…Hasta luego, entonces.
La bicicleta desvencijada se perdió
en una calle adyacente, silbando bajito. Beatriz se demoró en la vereda,
esperando el paso del viejo. Desgarbado, la barba y el cabello gris, el
sombrero calado a mitad de la frente, los ojos en penumbras. Se apiadó del
anciano, de su soledad y su demencia, aspirando el perfume que llegaba de
alguna parte, que no podía ver. Los pozos y las piedras de la calle, no facilitaban su tarea, saboteando
su propósito. Se aferraba, con vehemencia, a la ilusión de agraciar el pie del
cerro con flores. Ahí, donde estaba sepultada su esposa. Habían transcurrido
tantos años desde esa fatídica semana, en la que se ausentó por un viaje de
negocios, que ya no sabía cuál era el lugar exacto. Tratando de recordar, había
removido rocas y matas de pasto reseco. Aquella noche, con la intensa nevada;
la conmoción por encontrar a su mujer muerta, azul por el frío; la
desesperación y las lágrimas; no había tenido en cuenta el lugar al cavar y
depositar su cuerpo entre las rocas y la nieve, que había removido con sus
manos congeladas.
Ahora, el pie del cerro se estaba
engalanando, como homenaje y como penitencia, pensaba, mientras la rueda de
hierro se trababa en la tierra maldita, que quería detenerlo, y el olor del
abono le saturaba las fosas nasales.
De manera fugaz, vio a una mujer
delgada, parada en la entrada de su casa. Seguía su paso, con ojos piadosos.
Quizás lo creyera loco, al igual del cuidador de caballos, que lo dejaba recoger
la bosta sin decir una palabra. Tal vez, ya era tiempo de advertirles. Debían
mudar sus hogares, huir, antes de que fuera tarde. Las flores avanzarían por el
camino rocoso, apoderándose de la tierra, cubriendo las casas, saturando el
aire con sus perfumes fuertes, sofocando a los hombres y a los animales. El
polen se esparciría sobre los techos y sería el fin de la locura. Podría
acostarse sobre tallos y ejércitos de
hormigas, iniciando un viaje sin regreso hasta el regazo de su esposa,
dónde imploraría su perdón, entre el llanto y las caricias.
Tomó el empinado sendero hacia su
cabaña, en la cara opuesta del cerro. El viento que rodaba por la ladera, traía
fragancias y pétalos, como mariposas, que fueron a posarse sobre sus huellas,
besándolas.
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