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domingo, 31 de agosto de 2014

Las Flores (Cuento)



-Ahí viene el viejo, otra vez.
-Sí, es perseverante.
La figura avanzaba con lentitud, perpetuándose en la distancia eterna de los días comunes, del vapor que emanaba de la tierra reseca, del viento que lamía el polvo como un ciclo interminable.
El levantador de quiniela miró a la mujer, frente a él, aguardando. Ella, sin percatarse de ello, observaba a lo lejos, por sobre su cabeza.
Las copas de los árboles de la vereda, se henchían del aire tórrido del valle muerto. Los cerros, cercanos a simple vista, pero en realidad distantes, amedrentaban al pequeño pueblo cordillerano. En el fondo de la casa, las gallinas batían alas, haciendo bullicio y disputándose un gusano famélico.
La tierra, que se arremolinaba, desdibujaba al viejo. Encorvado, empujando la carretilla rebosante de estiércol.
 El levantador de quiniela, mordió el polvo que tenía entre sus dientes. Escupió en la zanja, que corría paralela a la vereda, observando como el salivazo se hundía, para luego reaparecer y tomar el rumbo del agua sucia (pasando por debajo del tablón que unía la vereda con la calle polvorienta) y siguiendo entre ondas de espuma de detergente.
El morocho escupió en la zanja y Beatriz lo miró asqueada, inmóvil sobre el tablón que unía la calle con la vereda.
-Ahí viene el viejo, otra vez- notó ella.
-Sí, es perseverante- reconoció él.
-Me parece que hoy, sale el ochenta y uno.
Beatriz, paseó la mirada alrededor, tratando de ver más allá de las casas de techos pálidos, de la nube de polvo y del levantador de quiniela que la observaba, aguardando a que le dictara el número.
-Usted, ¿no lo huele? Hace años que no se sentía, en el aire, este olor a flores.
Volvió a centrar su atención en el hombre de la bicicleta, que olisqueaba el viento, intentando captar alguna fragancia.
-La verdad, que no. Pero, puede venir del otro lado de los cerros, dónde hay un manantial. Acá, rara vez crece una flor.
Ella, impaciente porque se marchara con su vaho a colonia barata y cigarrillos, le dictó la cifra, que el morocho apuntó en su libreta.
-Juégueme el novecientos ochenta y uno, como usted ya sabe, pero pase a cobrar más tarde, que mi marido no me dejó plata.
-Bué…Hasta luego, entonces.
La bicicleta desvencijada se perdió en una calle adyacente, silbando bajito. Beatriz se demoró en la vereda, esperando el paso del viejo. Desgarbado, la barba y el cabello gris, el sombrero calado a mitad de la frente, los ojos en penumbras. Se apiadó del anciano, de su soledad y su demencia, aspirando el perfume que llegaba de alguna parte, que no podía ver.                                                                                                    Los pozos y las piedras de la calle, no facilitaban su tarea, saboteando su propósito. Se aferraba, con vehemencia, a la ilusión de agraciar el pie del cerro con flores. Ahí, donde estaba sepultada su esposa. Habían transcurrido tantos años desde esa fatídica semana, en la que se ausentó por un viaje de negocios, que ya no sabía cuál era el lugar exacto. Tratando de recordar, había removido rocas y matas de pasto reseco. Aquella noche, con la intensa nevada; la conmoción por encontrar a su mujer muerta, azul por el frío; la desesperación y las lágrimas; no había tenido en cuenta el lugar al cavar y depositar su cuerpo entre las rocas y la nieve, que había removido con sus manos congeladas.
Ahora, el pie del cerro se estaba engalanando, como homenaje y como penitencia, pensaba, mientras la rueda de hierro se trababa en la tierra maldita, que quería detenerlo, y el olor del abono le saturaba las fosas nasales.
De manera fugaz, vio a una mujer delgada, parada en la entrada de su casa. Seguía su paso, con ojos piadosos. Quizás lo creyera loco, al igual del cuidador de caballos, que lo dejaba recoger la bosta sin decir una palabra. Tal vez, ya era tiempo de advertirles. Debían mudar sus hogares, huir, antes de que fuera tarde. Las flores avanzarían por el camino rocoso, apoderándose de la tierra, cubriendo las casas, saturando el aire con sus perfumes fuertes, sofocando a los hombres y a los animales. El polen se esparciría sobre los techos y sería el fin de la locura. Podría acostarse sobre tallos y ejércitos de  hormigas, iniciando un viaje sin regreso hasta el regazo de su esposa, dónde imploraría su perdón, entre el llanto y las caricias.
Tomó el empinado sendero hacia su cabaña, en la cara opuesta del cerro. El viento que rodaba por la ladera, traía fragancias y pétalos, como mariposas, que fueron a posarse sobre sus huellas, besándolas.

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