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martes, 29 de octubre de 2013

Pensión de Caballeros - Continuación.


Esteban camina con sus valijas por la acera, rumbo a la casa. Lo detiene una anciana, que lo reconoce y lo saluda con afecto. Continúa, aún le restan unas cuadras. Al llegar, observa con desaliento el mal estado de la fachada. Revoque caído, pintura descascarada, grietas en las aberturas de madera y la base de la persiana del local, corroída por el óxido.
Busca las llaves, comienza a probar de a una hasta dar con la que abre. Entra. Junto a la puerta de entrada, encuentra la llave del gas y la caja de la luz. Los conecta. Ya en el patio interno, cubierto por una parra de uvas verdes y pequeñas, pasea la vista y dejando las valijas sobre las baldosas, se dispone a abrir las puertas. Comienza por la de la cocina, sigue por la del comedor, el baño, el lavadero y las dos habitaciones de abajo. Escoge la primera, abriendo la ventana y la celosía para permitir que entre el aire. Comprueba que funciona la luz, aporrea un poco el colchón y arma la cama con un juego de sábanas que encuentra en el ropero. Sube las valijas a la cama, las abre y cuelga la ropa en las perchas vacías. Sobre la mesa de noche, acomoda el reloj despertador, un libro, sus lentes y una radio vieja. Deja un par de zapatos en un rincón, cuelga un crucifijo en el respaldo de la cama y  se queda mirando con tristeza unos minutos el portarretrato de su esposa, antes de apoyarlo con cuidado sobre la cómoda.
En el baño, controla que la lámpara encienda. Abre el botiquín. Coloca su desodorante adentro, una brocha y una máquina de afeitar a hoja, jabón y perfume. Cuelga un par de toallas. Comprueba que sale agua de la canilla. Busca y no encuentra papel higiénico. Apaga la luz y cierra la puerta.
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Parado frente a la góndola del supermercado, toma un paquete de papel higiénico y lo mete al carrito, junto a un paquete de yerba, azúcar, sal, vinagre, aceite y  un rollo de papel para cocina. Empuja el carrito por los pasillos y se detiene frente a la góndola de los vinos. Toma algunas botellas, se coloca los lentes, lee las etiquetas, arruga la cara con algún precio. Al final, se decide por una.
En la caja, se enfrenta al impasible rostro de una anciana oriental y a una sonriente joven de ojos rasgados, que pasa los productos y le cobra.

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Esteban llega a su casa cargando un par de cajas con mercadería, acompañado por un joven chino que acarrea un par de cajas más. Abre la puerta del frente y le hace señas al chico para que lo siga.
Ya en el interior, deja su carga sobre la mesita de jardín, bajo la parra.
-Dejalo ahí nomás...
El otro hace lo que le indica, observando con admiración la casa, mientras Esteban rebusca en sus bolsillos un billete.
-Casa glande, vieja....
-Sí, era de mis abuelos...
Saca un billete de dos y se lo extiende.
-Tomá, gracias.
El chino lo mira, desencantado.
-¿Dos?
-¿Qué? ¿Es poco?
-¡Diez!- dice el chino, reforzando lo que dice con los dedos de ambas manos.
-¿Diez mangos? ¿No te parece mucho?
-¡Diez!
-Mierda, no sabes hablar, pero sí te sabes hacer el día ¿no?.
El chino sonríe, sin entender. Esteban le da un billete de diez y se retira agradecido.
-Sí, sí, andá nomás.
El chino deja la casa y Esteban cierra con llave, volviendo al patio y recogiendo de a una las cajas, las va llevando a la cocina, dónde se pone a surtir de mercadería a las alacenas. De entre las compras, aparta lo necesario para prepararse unos mates, pone la pava y termina de desarmar el pedido.

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